miércoles, 29 de abril de 2015

EL ERROR QUE MARCA

¿Cuántas veces me he equivocado?....UF, espero que haber aprendido en la mitad de ellas (por lo menos).

En algún artículo leí que el error es una discrepancia entre lo que es y lo que debería ser. Compleja definición si nos paramos a analizarla.
Pensé en uno de mis muchos errores y no me quedó claro ni lo que fue ni lo que debería haber sido. Porque, ¿quién tienen la potestad de definir el error? Y ¿quién tiene la potestad de establecer lo que debería haber sido?

Echándole sentido del humor al tema podemos decir que parece que todas las personas que nos conocen (de verdad y de oídas) tienen esa potestad de definir lo que hemos hecho mal y lo que deberíamos haber hecho. Parece socialmente aceptado que todos sabemos de los errores de los demás, qué deberían haber hecho y que no. Fantásticos jueces entonces.

En las comunidades pequeñas el error aún es más notorio e incluso más puede medrar. El ritmo de vida no le permite difuminarse entre otros temas de la vida cotidiana y parece que se queda en uno como una mancha de chocolate reseca y perpetua en el precioso traje.

Etiquetar el error en las personas (suyo o ajeno)  puede resultar nocivo para cualquiera y aún más para quien se siente débil y vulnerable a los comentarios de los demás.  Puede marcar tanto como el nombre y apellidos.
Me gustaría hacer una defensa del error, si lo hubiere. Y digo “si lo hubiere” porque cada cual habremos de “barrer nuestra parcelita” y de la forma más honesta que se nos ocurra pensar en lo que realmente es un error.
Para mí, un error es un resultado. Una respuesta a algo hecho o dicho, no hecho o callado. Ni un error ni diez son  una persona; un error es una forma de aprendizaje más o menos consolidada. Ya sé que alguno estaréis pensando en la intención.
Soy consciente de que la intencionalidad (si la hay) potencia el error e incluso el propio resultado (sin intencionalidad) también afecta. Hay errores y errores. Cada uno tiene su “salsa” y cada uno en función de sí mismo y de sus circunstancias ha de valorarlo.



Mi propuesta, en concreto, va con el aprendizaje. El error en el colegio, en el patio, en casa, en el trabajo, en las relaciones personales y profesionales  va unido a la vida en sí misma. No hay vida sin error y no hay aprendizaje y evolución sin error.
El error puede ser el mejor activador de la curiosidad, de la evolución, de la mejora en general. Cada vez que erremos puede ser interesante guardar el látigo y sacar lápiz y papel o recordar lo aprendido. Eso, desde luego, es más productivo.
Quiero que mi hijo se equivoque y aprenda. Quiero que no me juzgue por mis equivocaciones sino por mis ganas de mejorar y aprender. Quiero que sepa que soy imperfectamente perfecta.  Quiero que los niños y padres  de la plaza de mi pueblo nos caigamos y levantemos con ganas; nos ayudemos a levantar y pongamos en común lo aprendido. No hay nadie ni nada que sea un error en sí mismo.
Permitámonos equivocarnos, reaccionar, pedir perdón, comprometernos, caer y levantarnos. Permitámonos ser y estar como deseamos hacerlo sin miedo a que se nos rechace. En ese proceso el desarrollo y la mejora fluyen sin darnos cuenta.
Permitámosle al de al lado manifestarse aunque no estemos de acuerdo; vivir su vida como desee hacerlo.
Permitámonos ser una sociedad plural e integrada. Que sepa aprender de sus errores y sobre ellos construya otra mejor. Permitámonos echarle sentido del humor al día a día y no ver “fantasmas” donde no los hay.

Permitámonos, con respeto.

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